Lo femenino es la matriz de la creación. Esta
verdad es algo profundo y elemental, y toda mujer la conoce desde las células
de su cuerpo, desde la profundidad de su instinto. La vida surge de la
substancia de su propio cuerpo. Las mujeres pueden concebir y dar a luz, ser
partícipes del mayor misterio, que es traer un alma al mundo. Y, no obstante,
nos hemos olvidado, o se nos ha privado, de la profundidad de este misterio, de
cómo la luz divina del alma crea un cuerpo en el seno de la mujer, y de cómo
las mujeres participan en este misterio, entregando su propia sangre, su propio
cuerpo, a aquello que va a nacer. El enfoque de nuestra cultura en un Dios
incorpóreo, trascendente, ha dejado a las mujeres despojadas, negándoles el
carácter sagrado de este sencillo misterio de amor divino. De lo que no nos
damos cuenta es de que esta negación patriarcal no sólo afecta a todas las
mujeres, sino también a la vida misma. Cuando negamos el misterio divino de lo
femenino, también le estamos negando algo fundamental a la vida. Estamos
separando la vida de su núcleo sagrado, de la matriz que alimenta a toda la creación. Separamos
nuestro mundo de la única fuente que puede sanarlo, alimentarlo y
transformarlo. La misma fuente sagrada que nos dio la vida a cada uno de
nosotros es necesaria para darle significado a nuestras vidas, para alimentarlas con lo que es verdadero, y para revelarnos el
misterio, el propósito divino de estar vivos. Dado que la humanidad desempeña
una función central en la totalidad de la creación, lo que nos negamos a
nosotros mismos, se lo negamos a todo lo que está vivo. Negándole a lo femenino
su poder y propósito sagrados, hemos empobrecido la vida de un modo que no
entendemos. Le hemos negado a la vida la fuente sagrada de significado y
designio divinos, que las sacerdotisas de la antigüedad conocían. Atrás ha quedado
la época de las sacerdotisas, de sus templos y ceremonias, y dado que la
sabiduría de lo femenino no ha sido documentada por escrito, sino transmitida
de forma oral (logos es un principio masculino), se han perdido sus
conocimientos sagrados. No podemos hacer volver el pasado, pero podemos dar
testimonio de un mundo en el que ella no está presente, un mundo en el que
explotamos por codicia y afán de poder, en el que violamos y contaminamos sin
ninguna consideración. Entonces podremos emprender la labor de darle la
bienvenida a la naturaleza femenina, de reconectarnos con lo divino que se
encuentra en el núcleo de la creación, y aprender de nuevo a trabajar con los
principios sagrados de la
vida. Sin la intercesión de la deidad femenina, permaneceremos
en este terreno física y espiritualmente estéril que hemos creado, dejándoles
como legado a nuestros hijos un mundo enfermo y profanado. La opción es
sencilla. ¿Podemos recordar la totalidad que se encuentra en nuestro interior,
la totalidad que une el espíritu y la materia? ¿O vamos a seguir por el camino
que ha abandonado a la deidad femenina, que ha separado a las mujeres de su
sabiduría y poder sagrados? Un mundo que no está conectado con su alma, no
puede sanarse. Sin la participación de la deidad femenina, nada nuevo
puede nacer.